Han pasado ya tres horas desde el inicio de una de tantas frenéticas jornadas con ambulancias, pacientes, más ambulancias, más pacientes… Cuando cruzo la puerta del box me encuentro con Esther sentada en la silla al lado de la camilla. Es una mujer de 88 años, parece más joven y su cabeza funciona perfectamente. Entra en la consulta y le pido que se siente.

Lo hace con cierta elegancia. Me cuenta que nunca ha estado en el hospital, y que prácticamente no ha visitado nunca a ningún médico, que no le ha hecho falta porque su salud siempre ha sido como su carácter, fuerte, robusto, seguro. Resulta que desde hace un tiempo siente un dolor en la tripa, más acentuado en estos días. Ya he visto en sus antecedentes que tiene un cáncer de colon avanzado diagnosticado hace pocos meses, que su familia han optado por un tratamiento conservador. Nada de intervenciones ni quimio ni gaitas. Ella no sabe muy bien lo que tiene, “algo inflamado” le dijeron. Nada de mencionar el nombre de la enfermedad. Esther me mira con una incierta sonrisa. ¿Qué habrá detrás de su sonrisa? Puedo percibir todo un mundo detrás de su rostro, el libro de su vida, con sus victorias y sus derrotas, sus recuerdos y su amor. Me doy cuenta de que ella ya lo sabe, que de algún modo su mirada habla y me dice que es consciente de todo lo que le pasa. Pero, una vez más, es como si en nuestras conversaciones ambas nos dedicáramos a esquivar la gran sombra. Veo el miedo en los ojos de Esther aunque ella no verbaliza que tiene miedo, me da la sensación que no entiende el mecanismo de cómo hacerlo. Cambia de tema, no quiere preguntarme. Tal vez no le haga falta. Sabe que está perdiendo peso, que cada día se va encontrando un poquito más débil. Imagino que intenta no pensar en ello, que se refugia en las memorias acumuladas, como tesoros, durante sus 88 años. La familia ha puesto a su alrededor una red de silencios para protegerla del sufrimiento que se ha convertido finalmente en una prisión para ambos.

El caso de Esther es común, lo vemos casi a diario. Pero mi Esther, en este momento concreto es como si desenterrase las dudas que me acompañan con una renovada intensidad. ¿Apoyar a una persona no debería ser, sobretodo, decir la verdad?¿Confiar en alguien no es también confiar en su capacidad de resistencia?¿Proteger a una persona no es también revelarle los peligros que la acechan? Y proteger su derecho a decidir cómo quiere vivir la etapa final de su vida. Las pruebas indican que no hay una complicación aguda y así se lo transmito. Al final de la consulta, nos levantamos las dos. Ella me mira con ojos de despedida en los que trasluce una mezcla de agradecimiento, proximidad y cariño. Me coge las manos, “dame dos besos”. Le doy dos besos y mientras lo hago pienso que hago exactamente lo mismo con sus familiares, que a menudo también me piden dos besos, agradecidos. Esos familiares que conviven, junto a ella, con esa presencia no reconocida de la enfermedad, con la pérdida de peso, los mareos, el deterioro paulatino, y con todos los hechos delimitados por los contornos de aquellas palabras malditas que cuando aparecen en las conversaciones son ignoradas, las palabras que habitan en gestos no resueltos, que se despeñan en el silencio… Y entonces pienso que al final sufrimos todos, incluso más de lo que lo haríamos si nos hablásemos con absoluta franqueza.

Pero al final, la libertad no puede restringirse, incluso la libertad de no saber cómo decir, o de no querer saberTras abrazar a Esther, le digo “no tengas miedo, estaremos aquí siempre que nos necesites”, y entonces sé que es el consejo médico que ella esperaba.

Me despido en la puerta del box y al fondo del pasillo escucho “¡Ambulancia! ¿a qué box?”

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Hoy puedes empezar a sentir destellos de serenidad en el caos de la consulta.

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