«La guardia de ayer fue un infierno, imagínate una trinchera de la Primera Guerra Mundial, con ese ambiente caótico y frenético, en el que se mezclan el desorden, la tensión y el nerviosismo, como si algo inevitable y nefasto fuera a suceder. Gente por todas partes, camillas a ambos lados del pasillo, casi sin margen para maniobrar. Paciente en hileras, imposible comunicarse con uno de ellos sin que los de al lado escuchen  la conversación, porque no hay ningún otro sitio para informar. Tremendo. Como una carrera de vallas y de obstáculos.

Antes de comenzar la guardia me había reunido con el grupo de profesionales formado en el hospital sobre humanización dirigido a pacientes. Nuestro primer objetivo es conocer su percepción sobre la atención diaria, su sensación y su satisfacción con ella. Muy razonable, ¿verdad? Pero dime, ¿Qué humanización es posible en este contexto?

En medio de esta vorágine incontrolada empecé la guardia de muy mal humor. La condiciones en las que trabajamos son muy duras, y ayer lo fueron todavía más. Son injustas para los pacientes y para los profesionales. Estaba tan enfadada que hice una fotografía del panorama que yo veía desde el pasillo. Les pedí permiso a las personas que allí estaban y que no miraran a la cámara, para no violar su privacidad, y para que no hubiera ninguna cara reconocible. ¿Cómo tratar a un paciente con intimidad entre cinco camillas, balas de oxígeno, corrientes de aire..?

Una trinchera. Siempre es en estos escenarios donde, si te fijas bien, surgen las perlitas. Como flores de loto. Esos momentos en los que, si estás alerta, puedes ver gestos escondidos.

¿Qué vi yo?

Vi a una abuela de 87 años mal colocada en la camilla, incómoda, y cubierta solamente por una sábana. Me acerqué a ella, casi instintivamente, y al hacerlo ella me sonrió. Le pregunté «Qué tal está?», «Pues aquí esperando la ambulancia». Estaba destapada hasta la cintura, en una zona en la que pasaba un poco de corriente de aire«Tiene que taparse o se va a constipar», e hice el gesto de subirle la manta, taparle la espalda y arroparla, ese gesto maternal que te conecta con tus recuerdos, que te hace viajar a otro mundo, cuando eras arropada por unas manos protectoras. Le incliné la camilla para que estuviera cómoda. Entonces me cogió la mano, «Hay que ver doctora, cuánta gente han tenido hoy, después de un día como este tienen que acabar muertas, hay que ver la lata que les damos».

El mero hecho de preguntarle cómo estaba, arroparla y levantarle la camilla me llevó 3 minutos, suficientes como para que la abuelita dibujara una de las mayores sonrisas que vi en el día. «Qué cariñosas son ustedes. Muchísimas gracias«.

Las condiciones son difíciles, pero hay grietas en los que encontrar momentos así. Momentos de microhumanizaciónmuy gratificantes para las dos partes. En medio de la trinchera, una sonrisa, un gracias y un ánimo implícito te ayuda a mantener el tipo durante 14 horas, y no es tarea fácil, pero ahí estamos.»

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