Fecha desconocida

«La de aquél día había sido una guardia bastante potente y ajetreada, pero a media noche las cosas empezaban a estar más calmadas y podíamos empezar a respirar un poco. Entré en un box a ver a una mujer que se quejaba de mareo. Ella estaba tumbada en la camilla y, tras escuchar sus síntomas y comprobar su estado, no me impresionaba de la gravedad que ella me describía, la verdad.

Su exploración física no revelaba nada llamativo, así que le pregunté indirectamente por su estado de ánimo. «¿Qué tal duerme?». Entonces se le humedecieron los ojos y empezó a llorar. Dormía mal, estaba preocupada, hacía unos meses que las cosas no iban bien. Los hijos se habían hecho mayores, se habían emancipado, y ella notaba un gran vacío en la casa. Un caso típico del síndrome del nido vacío, pensé yo. Luego empezó a mencionar a su marido, de quien decía «él nunca me ha pegado pero no me trata como me gustaría» y me habló de gritos, peleas y puñetazos en la mesa, de violencia verbal, del desprecio con que la trataba y lo poco que la valoraba. «Tú no sives para esto…, qué mal te sale ese plato de comida…» Y si ella mostraba algún tipo de ilusión él se encargaba de derrumbarla “Pero dónde vas tú con esas ideas, ¡a quien se le ocurre!». Vamos, un amargado que le estaba amargando la vida a ella.

Ante mis ojos, la mujer me relataba el cambio de carácter de su pareja, y aunque llegaba a justificar alguna de sus conductas, sabía perfectamente que aquello no era lo que ella quería.

Yo continuaba en silencio, de hecho apenas había hablado. Le pregunté: “¿Y todo eso se lo ha dicho ya a su marido?».

En ese momento se calló, dejó de llorar y dijo “No. La verdad es que nunca le he contado nada de todo esto, nunca le he dicho lo mal que me siento cuando él me trata así». Se incorporó en la camilla, tenía más energía. Seguimos en silencio y se fue recomponiendo cada vez más. «Voy a llegar a casa y voy a hablar con él. Le voy a decir lo mal que me siento. Lo mal que me siento como para venir a urgencias a medianoche. Y le voy a explicar cómo quiero que él sea conmigo. Quiero que sea amable, que me regale cumplidos, que sea cariñoso, que no me grite, que me apoye y no que me chafe todos mis planes, y por supuesto que no me diga que no seré capaz de hacer ese curso de cerámica al que estoy deseando apuntarme».

Sentada, destilaba mucha más energía, más seguridad. Nada que ver con la mujer mareada y angustiada que ví al inicio. Y entonces me regaló esta frase, que llevo grabada en mi cerebro desde aquella noche: «Muchas gracias por su silencio doctora, muchas gracias por escucharme, por no juzgarme y por no decirme lo que tengo que hacer. Ustedes los médicos deberían saber que muchas veces curan más por sus silencios que por sus palabras.»

A veces, curamos más con nuestros silencios que con nuestras palabras. ¡Menuda lección! Cuántas veces lo olvidamos. Entramos “a cañón” en la entrevista intentando obtener datos y datos… mientras miramos el reloj y, si la respuesta que buscamos se demora nos impacientamos, cortamos el monólogo inicial, y ya vamos averiguando los síntomas aunque sea con sacacorchos.

Como decía William Osler, «escucha al paciente porque «te está contando su diagnóstico». Aunque tengas mucha prisa, deja hablar a tu paciente y concédele esos tres primeros minutos. Así les permitimos sintonizarse con sus emociones, organizar sus ideas y poner en contexto su relato. Y si estamos atentas, si escuchamos y percibimos bien, seguramente estaremos escuchando no sólo el diagnóstico sino parte de la solución a lo que les ocurre y sienten.

¿Y esto cómo lo llevamos a la práctica? Te hago una propuesta. Antes de entrar a ver a tu próximo paciente, activa el temporizador de tu smartphone en 3 minutos y no hables hasta que suene la alarma. A ver qué pasa.

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