Sólo han pasado cuatro días desde que se decretó el estado de alarma, ese día en el que el mundo, tal y lo conocemos, se paró. El coronavirus ocupa toda nuestra atención clínica además de la mediática y de redes sociales. Las actualizaciones de protocolos de actuación son diarias y muchos de nosotros acudimos a nuestros trabajos con esa sensación incierta de ¿qué me voy a encontrar hoy? Con la claridad y la determinación de que un día más, lo daremos todo.
He acabado mi guardia y dejo en el hospital las mascarillas, los guantes y los pacientes con neumonía. El miedo de los pacientes y familias, la inquietud de algunos profesionales.
Necesito descansar, replegarme, recargarme.
Nada más salir respiro hondo, varias veces, siento el aire fresco llenando mis pulmones, siento la vida habitando mi cuerpo, libre de enfermedad.
Recuerdo que mi madre, ya anciana, todavía está conmigo. Nos hemos visto y hablado a través de videollamada y he podido comprobar que no ha perdido su sentido del humor ni su alegría de vivir, a pesar de su aislamiento domiciliario, como otros muchos ancianos. Tampoco ha perdido su tranquilidad. Ella me anima a mí y nos hemos prometido darnos estos besos y abrazos en cuarentena con altos intereses.
Recibo el amor de mi familia nada más abrir la puerta. “¿Qué tal el día mamá? Ya estás en casa”
Me he concedido mi tiempo de descanso y de meditación, mi tiempo de juego, mi tiempo de risas en videollamada familiar colectiva, de hablar sobre lo que está pasando y cómo lo estamos viviendo.
Y por todas estas pequeñas grandes cosas, doy gracias.
Gracias infinitas.