Hay una historia que me ronda en la cabeza. Sucedió hace unas semanas y me planteó una cuestión esencial que todavía no puedo responder:

“¿Qué es calidad de vida?” y, sobretodo, “¿Quién decide si estoy viviendo mi vida con calidad?”

A primera hora de una tarde de guardia atendí a un hombre de 53 años en Urgencias, paraparético por una enfermedad de la infancia, con un transplante renal en el 2014. Su paraparesia inicial había progresado en los últimos años y actualmente estaba encamado. Era dependiente para higiene y aseo y para movilizarlo necesitaban una grúa, debido a su falta de movilidad y su obesidad.  Hacía seis meses le habían detectado hiperreactividad bronquial, por lo que desde entonces utilizaba broncodilatadores.

Aquella tarde, su familia lo llevó al centro sanitario por un cuadro de una semana de evolución. Presentaba una infección respiratoria  e insuficiencia respiratoria global con acidosis y encefalopatía. Su cuidadora principal comenta que «le gustan las nuevas tecnologías, le encanta el fútbol»aunque ha empezado a desarrollar alguna úlcera por apoyo en región sacra. Después de iniciar ventilación mecánica no invasiva, su estado clínico empeora y su analítica también . Es entonces cuando presento el caso al equipo de guardia de intensivos. Desde su punto de vista, el paciente tiene mala calidad de vida, creen que sus probabilidades de complicaciones y de que evolucione mal es altísima, ya que lo ven a diario en otros pacientes similares. Piensan que previsiblemente va a ser difícil de extubar y necesitará traqueostomía con la pérdida de funcionalidad que eso supone.  Al hablar con la familia, algunos de ellos visiblemente afectados, expresan que no quieren que su familiar sufra. La opinión de la cuidadora es muy respetada por todos. Se intenta averiguar si el paciente alguna vez ha expresado alguna opinión al respecto sobre situaciones de esta índole. Y sale a relucir que en alguna ocasión ha dicho “total, para vivir así…”. Por todo ello, se decide no ingresar en la Unidad de Intensivos y dejar en urgencias pendiente de evolución.

Tres horas más tarde, recibo a tres familiares cercanos con los que hablo en privado. Al preguntarles directamente “¿Qué tal estaba de ánimo?”, “Muy bien! Fenomenal! Es un apasionado de las nuevas tecnologías, está todo el día con el iPad y le encanta seguir el fútbol”.

Con esta segunda información, vuelvo a plantear el caso y la decisión sigue siendo la misma.

las once de la noche el paciente se despierta, contra todo pronóstico. La familia está esperando lo peor, les habíamos dicho que de no intubarlo, no habría nada más que hacer. Habían pasado hasta entonces por allí más de veinte personas y otras tantas, decían ellos, no entraban porque no querían molestar. “Es un hombre muy querido por su familia y sus amigos” afirma uno de sus tíos. Estaban todos esperando, preparándose. “¿Qué tal el Madrid?” fue lo primero que dijo al abrir los ojos. Estaba contento y creo que lo transmitía sin querer, porque enseguida preguntaron “Ya está fuera de peligro, ¿verdad?”, “No lo está todavía – pensaba- pero las cosas van mejor, mucho mejor”.

Hablo con el paciente, con la mascarilla es difícil entenderse, se encuentra bien, estos días tenía mucha expectoración y no podía respirar bien, pero ahora se encuentra mejor. Su hermana me cuenta en privado que no está muy de acuerdo con la decisión que se había tomado en un inicio, en la primera entrevista sólo podía llorar. Le comento que es necesario saber lo que quiere el paciente “Me hablas del testamento vital ¿verdad?” El paciente todavía está demasiado aturdido para responder.

A la mañana siguiente, el hombre está consciente, con muy buen estado general. Me pregunta, “¿qué me ha pasado?¿por qué tengo esta máscara? Tengo mucha sed”. Se lo explico y le expongo que “ayer por la noche atravesaste una situación crítica. Un equipo de personas estábamos con tu familia, decidiendo si te intubábamos o no, no sabíamos lo que pensabas al respecto. Esto puede volver a ocurrir”. Le expliqué beneficios y riesgos,  exponiendo la misma argumentación que habían presentado los intensivistas el día anterior. “Si volviera a pasar algo similar y yo tuviera que volver a plantearme esta decisión ¿que me dirías?», “Que me intubes” contestó sin titubear. 

Precisó otras 24h más de vigilancia, y posteriormente ingresó en planta. Pocos días después seguía estable, pendiente de completar su estudio, sin necesidad de ningún soporte respiratorio.

He hablado con algunos compañeros este caso. Y no hay una opinión unánime. Yo no tengo las respuestas, sólo me hago preguntas. ¿Qué es calidad de vida?, ¿Quién lo decide y en función de qué?¿Hay opciones intermedias hasta recabar toda la información necesaria para tomar una decisión de esta envergadura, aunque seamos los profesionales que estamos de guardia supuestamente encargados de tomar decisiones urgentes?, ¿Cuántas entrevistas son necesarias hasta que las familias comprenden y “digieren” la verdadera magnitud del problema? ¿Qué tipo de entrevista es la adecuada? ¿Cuántas aclaraciones y cuánto apoyo es necesario para acompañar a la familia que en una hora ve como un familiar “estaba bien y ahora me dices que se va a morir”?, ¿Qué hubiera pasado si se le hubiera intubado y hubiera desarrollado una neumonía, un distress o estuviera ahora al borde de una traqueostomía?

Cuando yo me ponga enferma, si no estoy en condiciones de expresar mi opinión ¿quién decidirá si mi calidad de vida tiene la calidad suficiente como para ser reanimable? 

Otro día hablaremos del documento de voluntades previas.

Y tú, ¿qué opinas?, ¿te ha pasado algo similar?

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