Durante nuestra formación como universitarios y posteriormente realizando la el programa de Residencia, nuestros esfuerzos para ser los mejores son dirigidos hacia el desarrollo de una gran capacidad de memorización, las evidencias científicas, las relaciones causa efecto y la construcción de nuestras habilidades asociativas. Apenas se dedica tiempo a enseñarnos a entender nuestro propio mundo emocional, como hacer frente a las progresivas dificultades que van surgiendo el camino de la forma más sana posible… No se nos enseña a a ser conscientes de nuestras fortalezas y debilidades, a pararnos y a pensar qué es lo que sentimos en cada momento y qué podemos hacer con ello cuando esos sentimientos nos hablan de malestar o frustración.

No se da la misma importancia a saber comprender al paciente o a manejar conversaciones difíciles con la misma “intensidad” con la que se enseñan «lectura de electrocardiogramas», o nuevas pruebas diagnósticas o nuevos tratamientos. Olvidando que “el mejor principio activo” y “la mejor prueba diagnóstico-terapéutica” de la que disponemos para desempeñar nuestra profesión somos nosotras mismas. Centradas y alineadas con nuestra misión y emocionalmente preparadas para sortear los múltiples obstáculos y desafíos que emergen de forma constante y a diario en nuestra jornada laboral.

 

 

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